Lucía Di Lammermoor


   Hoy tuve el placer de asistir al Teatro Municipal de Caracas Alfredo Sadel donde la Orquesta Sinfónica Gran Mariscal de Ayacucho presentaba Lucía Di Lammermoor, de Gaetano Donizetti. La experiencia fue maravillosa desde mucho antes de llegar al teatro, realmente si tuviese que definirla con una palabra diría que fue un VIAJE. Todos los preparativos para estar a la hora, en el sitio indicado… porque esta vez no iría directo al teatro, la Orquesta organizó un servicio de transporte que nos recogería en un centro comercial del este de la ciudad. Debo reconocer que fue toda una novedad: eran autobuses limpios, aromatizados y con aire acondicionado. Además contábamos con un guía que, de camino, nos habló acerca de la historia del Teatro Municipal y de la pieza que estábamos por disfrutar. Atravesamos la ciudad así, y mientras veía por la ventana como las calles se iban volviendo más sucias y descuidadas,  la gente más pobre y maltratada mientras yo iba en mi autobús con aire acondicionado me sentí como si hubiese contratado un tour en una ciudad apenas conocida, sí, el centro de Caracas se me había hecho ya tan extraño que para visitarlo me había convertido en turista dentro de mi propia ciudad. 

   Mi propia ciudad... De aire están hechas las palabras pero, me sentí privilegiada no solo de poder ir a la ópera sino de estar aquí, en Caracas. Todos en el autobús hablábamos de eso, de lo pujante que alguna vez fue la sultana de El Ávila, de cómo estaba a la vanguardia de todo en Latinoamérica y de las grandes figuras que hicieron de ella su hogar. Esas figuras a quienes Caracas cobijó como me cobijó a mí. No pude, en verdad no pude dejar de pensar en eso. 

   Llegamos al teatro treinta minutos antes y la función inició a las tres en punto. Atravesé tantos estadios emocionales allí sentada, como si ciertos aspectos olvidados de mi historia, esas conexiones silenciosas comenzaran a manifestarse. Yo era una jovencita viviendo en un pueblo horrible,  donde ante el abuso de los vecinos que ponían reggaeton o vallenato a todo volumen yo imponía a mi Andrea Bocelli o a Vivaldi a todo otro y lloraba, lloraba soñando otra cosa, otra vida, soñando la belleza sin saberlo exactamente. Recordé cómo hace diez años exactamente mi mejor amiga, Gabriela Durán, preparó mi ritual de iniciación y me llevó por vez primera a ver La Traviatta de Verdi en el Teatro Teresa Carreño, fue hermosa superproducción. Ayer agradecí la presencia de Gaspar Colón Moleiro por seguir allí, tan constante y maravilloso, estos diez años cuando tantos se han ido (y con razón). Ya no está mi amiga, ayer, diez años después de mi primera vez era yo quien iniciaba a una pequeña de doce años proveniente del mismo pueblo y sentí una alegría suave y plena. Fui conmovida hasta las lágrimas por Ninoska Camacaro, quien nos deleitó con una impecable actuación rodeada de talentos como Gregory Pino, Martín Camacho, Diego Puentes y María Fernanda Flores. Todos bajo la dirección de Isabel Palacios y Elisa Vegas.

   El poder del arte. Su virtud de estremecernos, de re-sentirnos, de transportarnos más allá de nuestras ocupadas vidas, más allá de la suciedad de las calles, del tráfico, de la pobreza. Siempre he amado el arte porque no sirve para nada más que para elevarnos sobre todas las cosas, para conectarnos con nuestro ser trascendente.

 Ayer volví a casa energizada, reconciliada con la ciudad.

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